El rastro de lo salvaje

Mi cabeza ha sido la avanzadilla resurgente de mi vuelta al mundo. Llegado desde la tiniebla del sueño, aún me siento aturdido y medio perdido en este lugar sin belleza. He ido al lavabo y me he visto en el espejo, buscando las señales en mi cuerpo, que ahora habría de borrar: con asco, he observado la negra melena demasiado crecida, la barba avecinándose, mis ojos mostrando aún ese brillo confuso dentro del azul… He tomado los utensilios y, como un condenado, me he entregado a la maldición diaria de borrar el rastro de lo salvaje en mí: las alargadas uñas, el pelo erizado, los restos de carne entre los dientes, y ese sabor a muerto dentro de mi boca. Mientras lo he hecho he sentido que no lucho contra la bestia que hay en mí, sino que la camuflo con el trabajo cotidiano que me he autoimpuesto.

Luego me visto, bajo a la calle y, ya de un mal humor menos insoportable, entro al restaurante más cercano, donde tomo el primer café de la mañana, infiltrado entre la multitud vociferante. Mientras leo el periódico caigo en un túnel de imágenes que contienen en ellas un fino sedimento de pesimismo que no lograré arrancar de mí en toda la jornada. Es horrible, verdaderamente horrible esta sociedad desalmada; incomprensible la raza humana, atada a sí misma por cadenas de locura. Odio a la camarera que me sonríe cada mañana, odio al vecino que me saluda cada día en el ascensor: son sólo máscaras huecas; hipócritas despreciables. Ninguno de ellos entendería mi verdadera cualidad, la que no me sirve para conseguir dinero y poder vivir aquí.

El trabajo, que desprecio con toda mi alma, me hará un día más viejo, y al salir alimentaré mis ansias de novedad persiguiendo carteles luminosos, como cada vez, para acabar sentado frente a una cerveza fría. Y, como siempre pasa, en mi mente empezará a gestarse entonces la imagen de mi salvadora: esa mujer alegre y espontánea, joven y tremendamente hermosa que me guiará por el camino del placer; y yo la seguiré como un cordero. Pero no soy un cordero, claro...

Veo con claridad su blanca tez imaginada, sus ojos y su carne pálida. Su sangre, hirviente y dulce, regando sus senos y sus mejillas sonrosadas…

Completamente despierto al fin, salgo decidido tras su pista, dando saltos hambrientos en la fría noche de lo desconocido, mientras los latidos de mi corazón me indican que lo salvaje se hace de nuevo con el control de mí.