¿Juega Dios a los dados?

La famosa frase de Einstein de “Dios no juega a los dados” fue puesta en evidencia en 1927, cuando Werner Heisenberg formuló su Principio de incertidumbre, mediante el cual demostró que no podemos determinar la posición de una partícula y su velocidad al mismo tiempo. Esta teoría (una de las aportaciones por las cuales Heisenberg recibiría el premio Nobel de Física, en 1932) hacía pensar en un cosmos completamente inaprensible y, junto con la teoría del caos (que afirma que cualquier leve variación en un sistema puede provocar un cambio total en el conjunto de éste) venía a demostrar que ciertas cosas suceden en el universo de una forma aleatoria, sin ninguna predeterminación ni lógica aparente: Dios no había ideado el mundo con ningún fin, y no sólo jugaba a los dados para decidir el destino de todo lo existente, sino que hasta el más leve detalle de la evolución parecía gobernado por el azar. Las especies, en constante mutación (regida ésta por minúsculos errores en las cadenas de ADN totalmente aleatorios), habían evolucionado y sobrevivido o desaparecido en función de su adaptación al medio, e incluso los cambios en este medio eran fruto de reacciones químicas que podían haber sucedido de otro modo si el azar lo hubiese querido así.



En el siglo XX aprendimos, con la llegada de las teorías cuánticas, que nuestro universo (surgido de la nada) era apenas poco más probable que cualquier otra creación cualquiera (un flan, un enorme ser omnisciente, o una motocicleta…). Todo está regido, según nos dice la física cuántica, por probabilidades, y en cualquier momento cualquier posibilidad puede convertirse en realidad. No somos un milagro de la existencia, sino una opción entre muchas otras posibles, y nuestro universo no es lógico, ni necesariamente único. Dios (que como nos enseñó Nietzsche ya no existe) juega a los dados con nosotros y con todo lo demás, meras estadísticas en un juego demente con infinitas variables.